INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap.2).

¡Hola a todos!
Después de todos estos días de ajetreo por Sant Jordi, por fin, he encontrado un momento para escribir. Que no hay muchos, la verdad. He empezado un curso que me tiene absorbida por las noches. Mis noches, tan amadas para escribir, ahora están ocupadas por el estudio.
Todo esto valdrá la pena J
Os dejo que disfrutéis de esta segunda entrega…


INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap.2).

                No soy una persona muy dada a transmitir mis sentimientos. Más bien dejo que Natalia los exprese por mí. Al menos así ha sido durante los diez años de relación. Ella me escudriña el alma como nadie. Así es mi mujer. Sonrío cuando pienso en ella porque es la única persona en el mundo que me conoce y que me entiende y la única que me ha aportado una felicidad sin precedentes. Ella y mi hija. Mi matrimonio con la madre de Andrea fue fallido desde el minuto uno. Éramos jóvenes, impulsivos y nunca pensamos en si podríamos soportarnos más allá del sexo. Al final y después de aguantar diecisiete años, nos divorciamos amistosamente. O eso parecía al principio. Eso es lo que queríamos los dos. Luego todo se complica.
            Andrea es una chica lista, ahora cumplirá veinte años. Cuando estalló la guerra cursaba enfermería y era muy buena estudiante. También goza de muy buena salud y tiene un corazón enorme. Creí morir cuando tuve que marcharse sin ella. También un pedacito de Natalia murió con la pérdida de Andrea. Nat se sentía culpable porque el fin de semana que sucedió todo, fue ella quien cambió los planes y por eso Andrea no vino con nosotros. ¿Pero quién iba a imaginar esto? Aún no sé cómo hacerle ver que no fue culpa suya. Recuerdo que no nos hablamos hasta llegar casi a la cima de la montaña y cuando, por fin, nos sentamos y miramos la ciudad destruida ante nuestros ojos, nos encontró la pena y el llanto.
            Conocí a Natalia una noche de octubre en casa de unos amigos. Unos amigos que… quién sabe si estarán muertos ahora. La cuestión es que nos enamoramos y a pesar de que me sentía como un imbécil llamándola cada noche, a ella le gustaba y al final, ya no pude pasar un solo día sin ella. Él único día que la dejé sola fue dos días después de la huida. Intenté ir en busca de Andrea pero el acceso a la ciudad era imposible. Las explosiones se sucedían por minutos y si agudizabas el oído incluso podías escuchar los gemidos desesperados de la gente.  Así que volví a la cabaña. Cada día esperaba el momento de bajar.
-          Mejor a primera hora de la mañana, los guardias descansan. –le decía y ella me contestaba que ni hablar, que mejor por la noche-.
Y así fueron pasando los días, en los que tan solo debías preocuparte por comer, vigilar, recobrar energías, dormir, vigilar y estar muy atentos a cualquier ruido. Después de todo, a pesar de haber previsto esto; desearía que ella no tuviera que vivirlo. Esta tan indefensa debajo de la lona. Pasa tanto frío en las noches húmedas. A veces, me siento fuera a fumar uno de los escasos cigarrillos que me quedan y la observo. Ya no ronca. Ha adelgazado más de diez kilos y la ropa le va grande y se le marcan las costillas. En otro tiempo, estaría contentísima.
            Ella lleva su propia cuenta de los días que llevamos aquí. Dos inviernos, un verano y ahora viene una cálida primavera. Y nadie ha venido a ayudarnos. Creemos que no hay ya institución en pie.

Cuando oímos el crujir del teléfono, la señal del walkie (aplicación que nos descargó Andrea para hacer el tonto un sábado por la tarde en casa); Nat y yo nos miramos y ambos supimos qué era lo que teníamos que hacer. Ella me procuró una de las mochilas con algo de ropa, varios kits de primeros auxilios que, por suerte, no habíamos tenido que usar todavía, varias raciones de comida enlatada, agua, uno de los zippo’s de colección y, como no podía faltar: Mi Colt del 45, munición y un sable bien afilado.
            Hablamos más esa noche que en todo el año que estuvimos viviendo en el bosque. Ella siempre había sido una muchacha parlanchina y risueña pero ahora se le ha ensombrecido el rostro y temo que no pueda recuperar su espíritu. Cualquiera deja de sonreír en estas circunstancias.
            - ¿Estarás bien? –fue una de las preguntas que le hice-.
            - No quiero que te vayas, Lucas. -Eso lo repitió infinidad de veces-.

            Descendí la sierra de Collserola con mucho cuidado, casi emulando mi época de maniobras militares. Al tiempo que trotaba a buen ritmo, también me preparaba para el peligro que me esperaría en la ciudad. No había margen de error. Objetivo: Encontrar a Andrea y traerla de vuelta. Estaba tan sumergido en mis movimientos que no me di apenas cuenta de que andaba por asfalto; cuando fui consciente miré atrás e imaginé a Natalia mirando al horizonte con la esperanza de ver una mísera mota de polvo (que sería yo), extendiendo un mini brazo desde la distancia, para avisar que había llegado bien. Y a pesar de lo absurdo que pareciera y de lo imposible de mi ensoñación; lo hice.
Después de aquella gilipollez, sonreí. Seguí andando, sigiloso, atento a cualquier ruido. Después de tanto tiempo, los grupos de cazadores ya tendrían experiencia. Las entradas y salidas de las rondas, antes símbolos de desatascos en la ciudad, eran ahora trampas mortales para gente como yo, que se aventuraban a bajar a las calles en busca de comida y confort.
            Algunos lograban sobrevivir al mando de cuatro descerebrados que, (por ser más fuertes pero no más inteligentes), se habían agenciado el poder de la selva. Yo no tenía intención de buscar un hogar, ni siquiera buscaba comida. Solo quería pasar desapercibido hasta llegar al Paralelo. Caminé durante horas bordeando las rondas, escondiéndome entre el cementerio de coches abandonados y saqueados hasta la saciedad. Ver aquello me producía una profunda repugnancia hacia el ser humano y agradecía, cada vez con más fe, al Dios que me mantenía vivo junto a Nat; lejos de la asquerosa Ciudad.
            Habría sido demasiado esperar que nadie reparara en mi presencia en mi descenso.
-          Vale, vale, vale. – dije chillándole a un grupo de adolescentes que venían corriendo, con las caras embarradas, cintas en el pelo al más puro estilo Rambo, y armados hasta las cejas-.
-          ¡He tú viejo! – gritó el de la cinta roja - ¡Deja la mochila en el suelo!
            En otras circunstancias me hubiera echado a reír de modo escandaloso. Con Andrea y Nat nos partíamos de risa cuando alguien con pinta de idiota se creía que podía vacilarme. Teníamos una frase que nos repetíamos constantemente en tono incrédulo: “¿Cómo se atreve?”
-          No vengo a robaros nada. Voy a buscar a mi hija. Está herida. –grité, sin soltar nada, avanzando unos pasos, con los brazos en cruz-.
-          ¡No se mueva! – me apuntaban a la cara, con manos temblorosas, con escopetas de caza, quizá del 22-.
-          Puedo compartir mi comida, si queréis; – avancé unos pasos más-, no tenéis necesidad de hacerme daño; -unos más, ya casi los tenía -.
-          ¡He dicho que no se mueva! – volvió a gritar el muchacho tembloroso de la cinta roja-.
Lo que estaba pensando hacer no sería fácil, pero no era imposible. Ellos ni siquiera se imaginaban con qué clase de viejo se habían topado. Un paso más y ya tendría a mano a uno de ellos.
-          Chicos, en serio. Podríamos arreglar esto sin violencia, ¿no os parece una buena idea?
No les dejé ni valorar mi propuesta. En un instante me abalancé sobre el chico desprevenido de la esquina, que aguardaba las órdenes del de la cinta roja, más preocupado por mantener firme su escopeta que por vigilar mis movimientos. Lo agarré por un brazo y lo doblegué hasta que cayó al suelo de rodillas. Saqué mi machete y le aguanté la cabeza sobre él, mirando sin pestañear al Rambo nº 1.
-          Dime joven – no sé si pilló la indirecta-, ¿quién es? ¿tu hermano? ¿Tu amigo? ¿el novio de tu prima?
El chiquillo ya lloraba. Esta generación no estaba preparada para esto. Tenían las manos suaves de pasar sus deditos de niños pijos por pantallas táctiles. Aquella guerra les quedaba realmente grande.
-          ¡Suéltale! – gritaron las cuatro cintas de colores, parecían las tortugas ninja-.
-          Bien, ya sabemos lo que queréis vosotros y vosotros sabéis lo que quiero yo. ¿De acuerdo? Dejad las armas en el suelo y lanzadlas hasta aquí de una patada. ¡No lo volveré a repetir! –grité al ver que no reaccionaban-.
Rambo nº 2, con el cabello largo y sucio, y cinta amarilla; lanzó primero su escopeta. Los demás le imitaron rápido.
-          Bien, ahora escuchadme todos. Tengo que llegar a la calle Rocafort. ¿Quién está al mando en el Paralelo?
            Se miraron entre sí con ojos desorbitados como preguntándose si hacían bien en contestar. Yo todavía no había soltado a mi rehén así que solo tuve que apretar un poco la cuchilla al cuello para que él mismo soltara toda la información.
            En cierto modo me parecieron unos chicos majos que se habían tenido que buscar la vida y que seguramente, ese tal Alberto Ramírez, les había sobornado para que trabajaran para él. Así sucedían las cosas en las calles, aún suerte que nuestros chicos no eran tan violentos como se esperaría de ellos. Aun suerte que fuera una manada de cachorros los que me encontraron intentando entrar en sus calles.
-          Bien muchachos –dije soltando al soldadito valiente de las garras de mi sable-, mi nombre es Lucas. Vengo a rescatar a mi hija. No tengo intención de hacer daño a nadie pero si me obligáis actuaré.
            Hicimos un acuerdo de hombres. Chocándonos las manos, incluso sonriendo.
-          Disculpe Sr. ya casi se nos olvidan los modales. Me llamo Ernest (cinta roja), y ellos son Sergi (cinta verde), Manu (cinta azul), Cristian (cinta amarilla casi marrón, por el barro) y Jordi. (el pobrecito que se llevó el susto de su vida, cinta negra).
Presentados todos les pedí que se sentaran un momento conmigo, resguardados a la sobra de un edificio que habría sido de tres pisos pero que ahora, a duras penas se mantenía en pie.
-          Vamos a descansar un ratito. Tomad, tengo albóndigas en lata. – Sonreí otra vez-.
Ellos también sonrieron y comieron a gusto, relamiéndose los dedos. En ese instante y otra vez con la sensación de estar haciendo el gilipollas, volví a mirar arriba, hacia las montañas. Imaginando que Nat estaba allí viendo lo que estaba haciendo. Se hubiera sentido tan orgullosa de mí. Probablemente si no hubiera sido por todas aquellas lecciones de moral, que ella me inculcaba, hoy hubiera acabado el día sumando a mi lista de muertos unos buenos chicos, de un buen barrio de Barcelona.

-          CONTINUARÁ… -

Comentarios

  1. Me está gustando y sorprendiendo mucho este relato. Mezcla muy bien la intriga con la aventura y además con bastante profundidad.
    A ver qué pasa.
    Besos

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    Respuestas
    1. ¡Hola Norah! Pues la verdad es que a mi también me está gustando mucho escribirlo. Estoy tan atareada con el trabajo, los estudios, la casa, etc... que cuando encuentro un instante para dar rienda suelta a la imaginación en esta aventura; me siento feliz. Gracias por leerme, como siempre. Besos.

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