INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap. 7)

Buenos días a todos,
Os dejo con otro relato en voz de Natalia, recordemos que después de la repentina desaparición de Carmen está sola resistiendo a la lluvia de fuego y demás contratiempos. Espero que lo disfrutéis. :)

INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap. 7)

            Ya he perdido la cuenta. Me da igual lunes que sábado, lo mismo que invierno o primavera. La soledad, el frío, el calor, el sudor, las lágrimas, las heridas, la sangre. Todo eso son conceptos que me envuelven y constituyen mi nueva vida. Pero hay algo mucho peor que todo eso: el hambre.
            Después de la lluvia de proyectiles mis condiciones han cambiado. La sierra está destrozada, ha ardido casi al ochenta por ciento. He visto, olido y enterrado a decenas de fiambres. He apartado, despellejado y cocinado a tres cerdos salvajes desde entonces y me he sanado tantas heridas que he acabado con el alcohol y cualquier cosa que pueda ayudarme a desinfectar. Hace días que no hay nada vivo a mí alrededor y temo que tendré que empezar a alimentarme de las provisiones que guardo para Lucas, Andrea, María y mi madre. Veo el saco de latas atadas con una cuerda a mi tobillo. Intento no separarme de ellas porque una familia de desplazados por las bombas intentó quitármelas una tarde cuando empezaba a anochecer. No puedo saber si maté a aquel hombre porque estaba muy oscuro, solo sé que penetré hondo con el machete de Lucas, oí un grito y luego se fueron.
            Siento que la esperanza se termina día a día. No recibo mensajes de mamá y Lucas y Andrea ya deberían haber vuelto. Quizá les alcanzó una bola de fuego pero hay algo que me hace pensar que están vivos. Ahora la visibilidad de las calles es más amplia puesto que los árboles más grandes han caído y por las noches distingo diferentes hogueras que me permiten imaginar un final feliz. Hay gente viva allí abajo.
            Empiezo a abrigar la descabellada idea de bajar a la ciudad. De buscarlos yo misma y de concentrar todas mis fuerzas a reunirme con ellos. He llegado a un entendimiento con mi mente y ésta me permite dejar de temer a la muerte por un instante en el que me siento realmente fuerte y decido coger mis cosas y largarme. Ver a Lucas es lo único que deseo. No quiero estar sola más tiempo. Pero cuando ya casi estoy convencida del todo, cuando se acerca el ocaso que es cuando decido bajar, cuando voy a levantarme y a coger la mochila que he preparado; es entonces cuando siento el cansancio, la fatiga, la falta de nutrientes, el hambre. No tengo fuerzas. Mis piernas tiemblan y apenas puedo mantenerme en pie. No podría siquiera volver a cazar aunque fuera un conejo. Acabo sentándome de nuevo, vislumbrando las hogueras, imaginando a mi familia mirando la montaña intentando dar conmigo igual que yo hago con ellos hasta que me atrapa el sueño, el desmayo, la muerte.

            Sin embargo, por la mañana cuando sale el sol vuelvo a abrir los ojos. Me sorprende que siga haciéndolo puesto que cuando me vence el sueño siempre tengo la certeza que será la última noche. Primera tarea: reconocer el terreno. Todo sigue como ayer. No hay nuevos elementos que signifiquen que alguien ha pisado mi territorio. Me relajo un poco, no demasiado porque eso significa que no hay nada que comer. Tan solo las latas, agarro la cuerda atada a mi tobillo y acerco el saco usando demasiada fuerza. Pesan y estoy muy débil. Tengo sed. Gracias a Dios el agua no es un problema porque sigue filtrándose por la pared a la que me he encaramado y aunque no tengo con qué averiguar si es potable, yo la tomo y nunca he devuelto. Para mi es suficiente. Ya no me importa que sepa a demonios o que se vea marrón, incluso verde algunas veces. Bebo. Resisto. Sobrevivo.
            No me queda más remedio que atacar una de las latas: atún en tomate, de las pequeñitas. De las que acompañaban nuestras ensaladas marineras cuando el mundo tenía sentido. Recuerdo esas ensaladas y me cruje el estómago y me duele el alma. Tengo que aprender a olvidar. Como la lata despacio acompañando el divino atún con una tostada de pan rancio que quedaba en la bolsa. Después de comer, duermo. Dormir me hace más fuerte. O eso me obligo a pensar, estar despierta no hace sino empeorar mi situación. Deseo que llegue la tarde para no tener el sol de cara y poder contemplar la ciudad. Así paso las tardes hasta que ya no puedo ver. Miro las calles devastadas con la imposible idea de verles, de reconocerles, de crear un vínculo invisible para poder reencontrarnos. Quizá sea una ilusa, como dijo Carmen, no sobrevivirán allí abajo. Pero mientras vea movimiento, mientras me quede un atisbo de vida, yo seguiré esperándolos. Si yo aguanto aquí arriba ellos aguantan allí abajo. Así de claro.
           
            Cuando sucede lo que tanto deseas que suceda no puedes creerlo. Y esto me pasa. No puedo distinguir si es real o falso lo que veo. Veo un minúsculo cuadrado blanco en una de las avenidas. Un gigantesco manto blanco desde el otro lado. Hay algo escrito en él. Una mancha negra distingo. Me siento tan fatigada que no soy capaz de enfocar más la visión. Lenta de reflejos y extremadamente débil consigo arrastrarme hasta la tienda y rebuscar en la mochila: Prismáticos de caza. Lucas los usaba en el club de tiro, se los regaló su buen amigo Ernesto, del que no supimos nunca nada. ¡Oh Dios! Me siento tan cansada que me cuesta mucho obligarme a dar la vuelta y llegar al borde del barranco. Recuerdo que en otra vida tenía unos vértigos que me impedían acercarme a menos de tres metros de cualquier precipicio. Ahora dejo las piernas colgando en cualquier lugar y así me quedo, con las piernas colgando, con los brazos sujetando los binoculares ante mis ojos, temblando por el esfuerzo, usando la energía que me queda para, al fin, contemplar un momento mágico. La N de Natalia en negro sobre el fondo blanco de una sábana inmensa, sujetada a cada extremo por algo similar a hormigas diminutas. Apenas puedo ver la mancha, apenas distingo los tres palos de la N, pero hay algo que… hay algo que me hace estremecer y es que junto a la N se aprecia algo familiar: La flor.


            Una vez descubierto, me abandono al llanto y rapto de nuevo hasta la tienda con el ánimo renovado. Me tumbo, me arropo con la mugrienta manta, abrazo mis pertenencias y me digo: Resiste, están vivos. 

Comentarios

  1. Ay!! Qué ganas de que se junten de nuevo ya. Me ha resultado muy emotivo este capítulo, está muy bien reflejada la pérdida de la esperanza, ese querer abandonarlo todo. Y cómo va hasta ese final que por fin arroja un poco de luz.

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