INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap. 3)



Aquí estoy de nuevo. J
Encuentro un rato para escribir y no lo dudo. ¡Qué época más ajetreada! Y me encanta…
Cuando era niña imaginaba mi vida con un traje chaqueta y un bolso caro corriendo por las calles de Barcelona. ¿Cómo podía una niña desear el estrés? Pues una que lo disfruta. Así que adelante una nueva entrega de:

 INSTINTO DE SUPERVIVENCIA (Cap. 3)

            Nos pilló por sorpresa a todos. Yo volvía a casa de un paseo por la playa. Por aquel entonces salía a menudo con Víctor; los dos acabábamos de pasar una experiencia amorosa bastante desastrosa y cuando nos contamos nuestras penas conectamos enseguida. Estudiamos en la misma Universidad, él para médico y yo para enfermera. Nos prometimos que cuando acabáramos nuestras carreras abriríamos nuestra propia clínica.
            El suelo tembló justo cuando Víctor intentaba besarme por enésima vez. Ese día hasta pensé en devolverle el beso. De repente la gente de la calle empezó a chillar, a correr y en medio de toda la confusión salió mamá de la portería donde vivíamos, con los ojos como platos. Llevaba a Jackie (nuestro carlino de siete años de edad) encajado en la axila y su taza de café con leche en la otra mano.
-          ¡Corred! Meteos en casa. – gritó como si no hubiera mañana y es que, una vez dentro, comprendimos que quizá no lo habría-.
            En la tele salía una mujer que debería estar serena y emperifollada dando las noticias de las tres pero en vez de eso se veía una imagen borrosa del suelo del estudio de televisión por el que corrían, de un lado para otro, zapatos de marca y tacones vertiginosos.
-          ¿Qué pasa mamá?
-          ¡Estamos en guerra han dicho!
-          Así, ¿de repente?
            Ella alzó los hombros y Víctor salió de su shock para decir, estúpidamente: tengo que llamar a mis padres. Mamá le acercó el teléfono fijo y él miró horrorizado como se apagaba la pantalla delante de sus narices. Se sintió otro temblor, esta vez más fuerte y decidimos refugiarnos en el salón, debajo de la mesa.  Recuerdo que mi cabeza funcionaba a cinco mil por hora, así como Víctor parecía bloqueado yo estaba en modo: Excitación incontrolada.  Salí del ridículo escondite, dispuesta a llegar hasta mi bolso que había dejado colgado del perchero de la entrada, oyendo por detrás las súplicas de mi madre y del que había pensado que quizás sería un buen partido para mí. Mi I phone daba señal. Volví al salón y le entregué el teléfono a mi amigo para que llamara sus papis que deberían estar en el sótano de su casa del Paseo Bonanova.
            Estaban cayendo infinidad de bombas sobre la ciudad. Los gemidos, los lloros, los gritos y los ladridos de Jackie y de los otros perros del barrio no cesaban. Fue un primer día intensivo. Alguien debió cabrear mucho a otro alguien para que se liara tan gorda. Quizá fuera por las provocaciones constantes de nuestra izquierda más radical al Norte de Europa.
            Las comunicaciones se cortaron de inmediato. La gente habría bloqueado las líneas o simplemente querían dejar a los civiles incomunicados. Y eso era mucho más terrorífico que el peligro de que te cayera una bomba encima. Víctor no aguanto más que tres días de encierro en mi casa. Me miró a los ojos, el futuro médico, llorando y jadeando que tenía que ver a sus padres y a su hermana pequeña, tenía que intentar llegar a su casa. Le metí en una mochila un par de botellines de agua, un poco de pan de molde con algo de embutido que todavía teníamos en la nevera y le deseé buena suerte. Esta vez, ni siquiera pensó que quizá no me volvería a ver. No se acordó de intentar besarme, lo que acabó por desinflarme del todo.
            Mamá había estado acumulando en la encimera de la cocina todos los víveres que teníamos. No eran pocos. Ahora que seríamos dos podríamos resistir más tiempo. ¿Resistir a qué? Nadie sabía nada. Jackie tenía su propia comida y como estaba ya viejito no comía mucho.
            El edificio colindante había estallado por la mañana llenándonos de piedra y runa todo nuestro patio interior lo que cabreó bastante a mi madre que lo tenía siempre impecable.  Me pidió que le ayudara a volverlo a dejar intacto y yo pensé que porqué no, si eso nos mantenía ocupadas. Entre palazo y palazo mamá se mostraba fuerte pero yo sabía que estaba muy preocupada. Daba por hecho que moríamos en cualquier momento. La escuchaba por las noches rezarle a la Virgen, a Cristo y a todos los santos habidos y por haber; lloraba. Y yo me sentía muy triste y no podía dejar que ella lo viera. Y es que aquel día fue un antes y un después para nosotras. Ese día se acabó el suministro eléctrico.
-          ¿Donde coño está tu padre? –dijo una mañana, cuando ya llevábamos varias semanas de cautiverio en la portería de nuestro edificio.
-          Se habrá llevado a Nat a las montañas. –le dije, convencida de que no me equivocaba-.
-          Tendría que venir a buscarte. Aquí no podemos quedarnos. –estaba realmente desesperada. El piso se caía a pedazos y a pesar de lo resguardadas que estábamos allí dentro; en algún momento nos tocaría a nosotras.
-          Lo hará. Esperemos a que se calmen las cosas. No podrán seguir bombardeando así por mucho tiempo.

            Que ilusas. Los bombardeos nos despertaban por la mañana, a las nueve, cada día como un reloj. Venían a ráfagas que empezaban por la costa y a saber donde terminaban. Todos los días, a veces varias ráfagas seguidas. La noche era tranquila, silenciosa incluso. Tan solo unos quejidos de vecinos, que todavía estaban vivos, pidiendo auxilio sin venir nunca nadie. Oías los clamores atrapados en los escombros y pensabas: Alguien debería ir a rescatarlos. Pero para cuando caías en la cuenta de que se había acallado la voz, ya sabías que había muerto.
            Ni radio, ni televisión, ni Internet. Al final me harté.
-          Mamá, no podemos quedarnos aquí. Hay que intentar huir a las montañas.
Ella se quejó y estuvo persiguiéndome por casa todo el tiempo que estuve preparándome para la lucha. Descolgué de su soporte la Katana que me regaló papá y me procuré que estuviera bien limpia y afilada. Tenía que conseguir algo con qué colgarla a la espalda así que le pedí a mamá que ideara, con una chaqueta de piel, un arnés para llevar la mejor arma que tenía.
            Ya no nos quedaba comida, ni para nosotras ni para Jackie, que ya ni siquiera ladraba cuando caían las bombas. Pronto nos dejaría.  Y nosotras también moriríamos si no hacíamos nada. Saqué la cabeza por el agujero que habíamos logrado mantener limpio en nuestro patio para cerciorarme de que fuera la hora idónea. Cuando todo quedaba en silencio, cuando ya no había gargantas con fuerza suficiente como para chillar.
-          Es la hora mamá. Recuerda, reconocemos el terreno y volvemos para planear la huída. ¿Entendido?
            Mamá todavía estaba muy joven y en buena forma. No creía que tuviera problemas para manejarse en la calle. Y a pesar de cargar con Jackie en una mano y con un cuchillo de carne en la otra; consiguió seguirme el paso y llegar hasta la Avenida Mistral. Desde allí pudimos ver lo que ya nos esperábamos pero que nunca creímos: LA DESTRUCCIÓN. Todo había caído, miles de cuerpos se descomponían en las aceras y el hedor se volvió insoportable incluso tapándonos la cara con las camisas. No pudimos decirnos nada, tan solo caminamos despacio, a la luz de la tarde sin conseguir llegar muy lejos por culpa de los escombros esparcidos.
            Vale, había llegado la hora de volver a casa. Ya teníamos una idea de hasta donde había llegado el terror. Así que corrimos de vuelta a casa como perseguidas por el Diablo.      
-          Espera -dije-, necesitamos comida. Iremos al supermercado a ver qué queda.
           
            Ahora, con toda aquella movida que me venía encima, recordé todos aquellos momentos que pasábamos con Papá y Nat, imaginando el fin del mundo. Sabía con qué me iba a encontrar a cada paso. Papá era un maniático conspiratorio que, mira tú por dónde, llevaba razón. Sonreí por un instante. Había sido muy listo, había ido metiendo en mi subconsciente todas y cada una de las pautas que me harían permanecer con vida hasta que él llegara. Lo tenía todo previsto: Las armas (Dos Katanas y un chisme ilegal con el que descargas un montón de voltios sobre quién quisiera aprovecharse de ti), las latas de conserva que por no oírle fuimos comprando y amontonando en la cocina, las pilas (¡Oh Dios, qué pesado fue con las pilas!) y los cargadores de batería. Había acumulado varios cargadores de coche, eléctricos, uno solar y a pilas –cómo no-. Había estado amoldando mi instinto para esto. Había pagado clases de Karate, de defensa personal e incluso algunas de boxeo.  Cómo se lo agradecía en esos momentos.

            Aquellos primeros meses fueron duros pero yo me mantenía firme, en forma y preparada para cualquier ataque, del tipo que fuera. Más adelante, cuando ya ni mamá ni yo albergábamos esperanza alguna; conseguí señal wi-fi para mandarles un mensaje. Estaban vivos. Estaban en las montañas y, por fin, papá salió a por nosotras. Ahora sí solo quedaba resistir.

Comentarios

Entradas populares de este blog

FELIZ 2022 - MÁS RETOS QUE NUNCA!

CRÓNICA DE UN SANT JORDI COMPLETO

S.O.S - BUSCO OPINIONES :)